En un pequeño trozo de papel mi madre escribió hace un par de meses esta fecha. Quizá fue la última vez que escribió una. Letra redondilla, algo irregular e insegura de mujer mayor, nonagenaria. Pocos días después enfermó y en escasas cinco semanas su tiempo se paró en la madrugada de ese día.
Tuve el privilegio de acompañarla en sus postreras horas, esas en las que es necesario romper el último miedo.
A
las cuatro de la mañana del lunes 3 de junio, la noche, ya más cálida de este inicio del mes
de Junio, se resistía a dar paso a la madrugada; la luna decreciente nos miró de
reojo a los dos. Estábamos mano a mano, ella y yo. Ella, en su fatigoso trabajo
de lograr una bocanada más de aire, y yo, en el esfuerzo de aceptar otra
realidad interna, porque aunque ella se estaba yendo, otra cosa es la que en uno muere: la mirada del otro que nos sustenta. Finalmente vinieron los primeros
albores, y la nueva luz de la habitación nos recogió. A Mamá, esa misma luz, divina, cada vez más intensa, la incluyó en su seno devolviéndola a los
suyos, a sus padres y a sus hermanos y, como no, a su marido Luis.
Ahora toca el momento de reconstruir otro mundo, renovado,
que con su recuerdo, de buen seguro será todavía mejor.