El tiempo emerge con un chorro fluido y luminoso de la roca más dura, de esa cuyo fuego interno fuerza para dar estructura al presente y facilitar así que los aconteceres se encadenen en lianas. Encima de ellas nace otra forma del tiempo, la memoria, única responsable del pasado, siempre incompleto y lleno de sombras. De la mezcla de lianas y memoria crece la urdimbre, y sobre ella las espigas de los demás futuros, que al inicio son siempre oscuros, hasta que a uno le llega la hora y se precipita por la boca de la fuente y nace no se sabe qué o quién.
El tiempo, pues, se manifiesta en el mundo por los acontecimientos. Por eso, cuando los aconteceres advienen de manera muy estrecha entre sí, significa que la densidad del tiempo ha aumentado.
Al final, coexisten complejidades que se enredan entre sí sobre un tapiz de aparentes constantes: la materia, la velocidad de la luz y el tiempo. ¿Y si resultase que solo nosotros fuésemos los que las apreciáramos como tales constantes? Imaginar un espacio-tiempo en cambio evolutivo, estirándose y encogiéndose, sería aceptar que en momentos determinados las cosas se producirían de forma diferente: la roca menos dura o el chorro más denso y menos claro. En definitiva, el tiempo más o menos denso. Los sucesos se apilarían distintos y nacerían otras realidades, otros universos.
Al menos, algo así pasa en nuestras vidas.
Nota: En recuerdo de mi padre que hoy cumpliría noventa y nueve años y que fue un gran admirador del primer Presidente de nuestra democracia, Adolfo Suárez, que nos dejó definitivamente hoy.