lunes, marzo 23, 2015

23 de Marzo de 1915

                                    Hace ahora exactamente cien años que nació mi padre, Luis Oller Crosiet.
A él le tocó vivir una infancia inscrita en la dictadura, una juventud envuelta en la inestabilidad de las calles republicanas y una primera edad adulta inmerso en una contienda fratricida. Después, desaparecida la familia, hubo de reconstruir sobre los restos de la guerra, las lineas vitales que le sustentasen: el matrimonio y la profesión médica. Años de penurias y espejismos, de apariencias, de tensiones escondidas por un orden impuesto y, a veces, creído. Hasta 1959 no empezaron los viajes al extranjero. Luego, cada vez más frecuentes, abrieron ideas, horizontes, descubrieron engaños. Donde hubo inseguridad disfrazada se asentaron criterios sólidos; donde la rigidez había tenido cabida flexibilizó su posicionamiento hasta convertirse en un recipiente amable y acogedor.



Había nacido en calle Balmes 88, planta principal; su padre Luis, su madre Rosario, andaluza. Un hermano tres años mayor, Aurelio. Le gustaba recordar que su madre explicaba que una señora extranjera, cuyo marido apenas apareció algún día, vecina en la puerta de enfrente, pasó a conocer y saludar al recién nacido. Al año  se marcharon. Mucho tiempo después se conoció su nombre: Trotsky.

Le satisfacía hacerse retratos, más que fotos. El retrato condensa el tiempo, hace referencia a la esfera irreal a la que se aspira, aquella para la cual el esfuerzo realizado para alcanzarla ennoblece. Por contra, la fotografía de un instante es un intento de captar un tiempo blando, hacer creer que la realidad no es otra que esa, cuando, a todas luces, no lo es. El retrato no engaña en sus intenciones. La instantánea sí.





Tuvo una novia epistolar, londinense. Nunca se llegaron a ver, pero su relación duró casi una década y de ella guardó siempre una foto. Ella, durante la guerra, sirvió de enlace entre los miembros de la familia separados por la línea del frente.
Luego vinieron años de atenta escucha a la radio, sobre todo a las emisiones de la BBC sobre la guerra europea: una información alejada de la que procedía del eje informativo Berlín-Madrid.













En1944 se casó con mi madre. Ella era garantía de fuerza y visión positiva; la mejor compañía para su espíritu sensible. Vivieron cuarenta y cinco años casados y tuvieron tres hijos.



Acabada la carrera de medicina, ya con un hijo -mi hermano José-Luis-, su carácter se fue acomodando a la máscara médica, la que sin dejar de mantener una docta distancia, se aproxima hasta la intimidad de todo aquél que lo requiere. Así se construyó un hombre afectivo, al tiempo que imagen y reflejo de los valores burgueses. Su vida transcurrió en el mantenimiento de este equilibrio, no sin tener que afrontar hipertensiones ligadas al exceso de control, o al miedo a perderlo. Superarlo lo hizo todavía más afable, más cercano. Un cáncer lo afectó durante cuatro años, hasta vencerlo en noviembre de 1989.  La última noticia que le pude dar es que había caído el muro de Berlín. Él, gran seguidor de la perestroika de Gorbachov, frunció el ceño cómo si le costase comprender, igual que a todos, pero él ya no pudo participar de la alegría que desbordó Europa. Pocos meses antes de fallecer había hecho su último viaje a Alemania, a ver a mi hermano Víctor. Le hubiera gustado ver cicatrizadas del todo las heridas de una Europa que había estado rota por las ideas, ahora un continente unido por la amistad y la reconciliación.


Hoy habría cumplido 100 años. Lo habríamos celebrado con discreción, como a él le gustaba hacer las cosas: ¡en la medida justa! Apenas conoció los ordenadores y, aunque supuso que estábamos en ciernes de una revolución informática, no podía ni imaginar lo que llegaría a ser Internet ni las redes sociales. Es precisamente este el lugar donde, aparte del recuerdo de cada uno de nosotros, se va a celebrar este aniversario: un punto de encuentro para que todos los que le conocimos le recordemos juntos.