domingo, agosto 25, 2019

27 de agosto de 2019

Jorge Luis Borges no le dio ninguna importancia a que su madre, por muy poco tiempo, no llegara a ser centenaria. Consideraba que los números, cifrar la vida, era algo que devaluaba precisamente la vida. Ahora, que se acerca el centenario de mi madre, recuerdo que a ella sí le hubiera gustado celebrarlo, aunque se quedó en los 93. ¡Teníamos pactada una cita y ella no estará!  Valga, pues, este escrito. Los hitos, las singularidades le eran importantes porque formaban la base sobre la que construir significados.


Encima de una Europa ensangrentada, la gripe española había posado su manto de muerte, y su madre enfermó. Sobrevivió muy debilitada, si bien pronto se embarazó por cuarta vez. Dio a luz el 27 de agosto de aquel año 1919, en una calurosa Barcelona, a Pepita Ariño Singuerlín. Poco después, el 11 de noviembre, se firmó el armisticio dando por una lado punto final a la contienda de la Primera Guerra Mundial y por otro al inicio a una nueva disposición llena de caos, inestabilidades de todo tipo y grandísimas réplicas guerreras que cruzaron todo el siglo. En este desorden varias generaciones tuvieron que construir sus vidas y encontrar sentido al obsequio que recibieron y que trasladaron a sus sucesoras. A este desconcierto se le tuvo que añadir una avalancha de nuevas tecnologías que, sin cesar, cambiaban el escenario donde vivir. El ritmo desbocado del siglo XX lo cambiaría todo, incluida la ubicación de los individuos que, de un modelo ancestral de patriarcado, hubieron de evolucionar, en el contexto de unas democracias liberales incipientes, a ciudadanos autónomos, no sin tener que admitir todas las deficiencias de los sistemas sociales.





En este contexto se tuvieron que construir nuevos relatos, nuevas historias que soportasen la asunción de la existencia inscrita en un amplio abanico que incluía desde el nihilismo hasta las revelaciones cosmogónicas judías, helénicas y cristianas.
Gunter Grass, en Mi Siglo, refleja ese transcurso  que obligó a distintas epifanías. Si hay algo que explique bien el devenir de esos años es precisamente la necesidad de renacimientos, de reajustes constantes en ese yo elusivo individual y colectivo.
Y en el trasfondo, el pragmatismo. Ahí es donde mi madre encontró un primer pie. La atención a todo lo ordinativo, porque de lo pequeño se llega a lo grande. El segundo pie lo halló en lo que desde Cervantes sabemos del relato, la novela: construir una narración llama a su cumplimiento u objetivo, a diferencia de la realidad que no tiene fin. La vida novelada erige los objetivos desde el desván del pasado para así, llamado desde el futuro, condicionar el presente.

Se casó con Luis Oller Crosiet. Con él que tuvo tres hijos, mis hermanos José Luis y Víctor, y yo.



Muy apegada a su familia, vehiculizó su afecto a través de la acción. No perdió minuto en volcarse en sus metas, aquellas que extendía a las de su familia. Cuando ésta se diluyó tras perder a su madre, a su esposo, a todos sus hermanos, se reconstruyó de nuevo para afrontar una vejez que fue larga, aunque no se le hizo larga. Dejó escrita la historia de su madre de apellido singular, también nonagenaria, dejó trazada su propio historia, la que interpretó desde la altura de sus años, y dejó firmada una novela romántica donde quedaron reflejadas las pasiones y las fidelidades humanas.

A diferencia de mi padre, ella sí conoció las aplicaciones informáticas. Aprendió a sus ochenta años a utilizarlas para sus escritos. Pasó innumerables tardes escribiendo. Conoció internet y no llegó a las redes sociales. Le hubiera gustado eso de hablar con todos a la vez. Seguro que hubiera tenido un WhatsApp con sus nietos para enviarles las fotos de sus innumerables viajes.

En las cataratas de Iguazú a los 90 años de edad.

Recorrió casi un siglo y varios continentes. Dejó clara su huella pragmática, llena de objetivos para culminar su relato; claro que alguno no se cumplió, pero solo alguno.




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